domingo, enero 29, 2006

Braceros los retenes sanitarios

BRACEROS: LOS RETENES SANITARIOS
Agustín Escobar Ledesma


“Nos formaban desnudos en largas filas de más de cien hombres en un galerón de Mexicali. Primero nos revisaban el miembro y después con una lamparita nos echaban luz en el ‘ojal’ para ver si teníamos almorranas, luego nos volteaban y nos revisaban los ojos y los dientes. Enseguida nos hacían que les mostráramos las palmas de las manos para ver si teníamos callos, porque querían gente de trabajo, gente de campo acostumbrada a las faenas rudas. También nos fumigaban el cuerpo de pies a cabeza con polvo para matar piojos y pulgas. Después del baño de polvo nos sentaban en una viga y nos tomaban la foto para la mica, enseguida, y todavía encuerados, nos daban a firmar el contrato para trabajar en el ‘field’. Ya después nos podíamos poner la ropa. Nos sacaban sangre de las venas y quienes salían mal no los dejaban pasar, les daban algún medicamento y los dejaban en cuarentena, ya después los dejaban pasar. Yo me sentía mortificado por el trato que recibía pero hacía de la necesidad virtud y me aguantaba. Me daba mucha pena estar encuerado frente a los del pueblo que iban conmigo; ellos también sufrían la humillación”.
J. Cruz Arteaga Reséndiz lleva más de veinte años trabajando en las oficinas de la Delegación de Villa Progreso, municipio de Ezequiel Montes, pueblo queretano en el que nació y que hasta el año de 1942 llevó el nombre de San Miguel de las Tetillas, debido a los dos turgentes cerros que bordean a sus aproximadamente ocho mil habitantes que, en su mayoría, manufacturan mecates, costales y algunas figuras artesanales con fibra de henequén. Una actividad productiva muy pesada que genera escasos ingresos económicos. Según los cálculos estadísticos de J. Cruz, en la actualidad hay en Estados Unidos más de mil personas de Villa Progreso porque ahora ya no sólo emigran los hombres también se van las muchachas, los niños y, en algunos casos, las familias completas; las mujeres casadas que van en busca de los maridos se quedan allá. Por supuesto que el señor Arteaga sabe de lo que habla puesto que él mismo trabajó por contrato en el Programa Bracero en la Unión Americana de 1962 a 1963, época en la que en el municipio les entregaban cartas para ir a las contrataciones a Empalme, Sonora lugar en el que, previo examen médico, los enviaban a otro retén sanitario situado en Mexicali y, quienes lo pasaban, obtenían un pasaporte, un boleto y un contrato por cuarenta y cinco días para trabajar en los campos agrícolas de Estados Unidos. A pesar de los más de cuarenta años transcurridos desde que J. Cruz trabajó de bracero, sus palabras todavía conservan algunos anglicismos aprendidos en el otro lado:
“Éramos miles de braceros los que íbamos al norte en busca de los ansiados dólares. En una ocasión salimos más de 4 mil muchachos de México y en otra salí de aquí con otros 18 compañeros. Una vez duré más de quince días en Empalme para poder pasar porque había mucha gente y como ya no tenía dinero, me puse a trabajar ahí mismo nada más por la comida lavando platos. Cuando llegué a Mexicali, después de la revisión médica, me subí al autobús que el propio gobierno pagaba para que trasladara a los braceros al otro lado. Esa vez el chofer no se detuvo para que comiéramos, aunque a él ya le habían dado el dinero para eso, el muy canijo se lo quedó y llegamos con un hambre de todos los diablos a Arkansas un día en que llovía a cántaros o, como dicen los gringos, “to rain cats and dogs”. Allí nos dejaron en un corralón al que le decían La Asociación, sitio al que iban los rancheros gringos a contratar gente. Había quien se llevaba 5, 10, 12 o más. Subían a los braceros en camiones International de redilas como si se tratara de ganado para llevarlos a los ranchos. Yo en esa ocasión iba con mi hermano Miguel y gente de San Pablo, Tolimán, Santillán y de La Tortuga. En total éramos 6 los que nos quedamos a trabajar en el mismo rancho. Nos levantábamos a las 5 de la mañana a hacer de comer; mientras unos guisaban otros hacíamos tortillas de harina y a las 6 pasaba el ‘bus’ para llevarnos al ‘field’ en donde trabajábamos 8 horas más una para los alimentos. Nos pagaban 8 dólares al día y luego ya trabajamos por destajo en el pepino que es muy cansado porque anda uno agachado todo el día. Por la tarde ya no podía uno ni sentarse por el dolor de los nervios, aún así algunos todavía echábamos horas extras. Cuando nos rayaban nos daban talones de comprobante y ahí venía descontado lo del seguro. Ya no tengo ningún talón, los perdí en un incendio cuando se me quemó mi casa, ya nomás tengo una carta del patrón de Ventura, California en la que me pedía que regresara porque le gustó mucho mi forma de trabajar”.
J. Cruz Arteaga firmó 5 contratos en los que tuvo que pasar por los degradantes controles sanitarios otras tantas veces. Primero trabajó en Arkansas en la pizca de pepino; luego en el cultivo de algodón en Michigan; más tarde en la pizca de limón en el condado de Ventura, California; el cuarto contrato fue en la pizca de tomate en Burbank, California y el último fue en el corte de lechuga en Palo Verde, Arizona. Después regresó a Villa Progreso porque se acabaron las contrataciones y ya jamás volvió a Estados Unidos. Tiempo después 6 de sus hijos, apenas cumplían los 15 años de edad, se fueron yendo de ilegales a Los Ángeles y ahora tiene 15 nietos nacidos en suelo gringo.
En la actualidad, J. Cruz Arteaga Reséndiz tiene 73 años de edad y su hermano Miguel, 84. Ambos luchan, al igual que lo hacen miles de ancianos que dejaron su juventud en los campos agrícolas de Estados Unidos para que el gobierno federal les reconozca el tiempo que trabajaron de braceros.

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